13 febrero 1888
Wilhelmine me acoge con los brazos abiertos. Me confiesa que no habría podido cantar el aria la noche anterior si no la hubiera inspirado antes. (…) Insiste en que entre nosotros no hay nada parecido al amor. A mí me importa muy poco cómo lo queramos llamar. Si su boca solo existiera para hablar, se la cosería. El torbellino que provocan sus sentimientos no me permite lanzarme al ataque. Soy partidario de la seriedad y la calma cuando se trata de placeres. Afortunadamente, después de diez minutos se declara satisfecha. Por cierto que ya me ha dedicado un poema que habla, a pesar de todo, de amor. Parece que no domina el lenguaje lo suficiente como para evitar el término. Después me cuenta cómo y dónde ha aprendido a besar, una historia aburrida y larmoyante sin aliciente alguno, que me hace concluir que lleva su nombre de soltera con todo derecho. De pronto me pregunta dónde lo he aprendido yo, pero yo me encierro, sorprendido, en un melancólico silencio, y me avergüenzo con todo cariño de mi primera profesora, la buena de la vieja tía Helene.
16 febrero 1888
Después de comer recojo a Wilhelmine para la cena. Me dice que lo nuestro debe acabar hoy mismo. Le respondo que todavía no ha empezado, que si está impaciente, que a mí no me corre ninguna prisa. Ha compuesto ya nada menos que seis poemas que modifican su resolución. Saca su revolver, me sienta en el sofá, me incrusta la barbilla en el pecho y me lee sus poemas, mientras apunta con el arma a mi sien. Le pido que acabe con ello, temblando de pies a cabeza. De pronto me tira un pañuelo de seda blanco sobre la cabeza, me abraza y me besa a través de él, después se enfurece consigo misma y me arroja sus zapatillas a la cara. Acto seguido me implora que le escriba algún poema. (…)
Por la tarde, sentados en el ajimez de la ventana, me confiesa que sólo había querido probar el sabor de los besos y que se ha quedado enredada en el anzuelo. Por lo demás, quiere dejarlo antes de que la abandonen. Luego me exige una honestidad absoluta. Le pregunto si sabe qué es lo más horrible del mundo. Me responde: el deseo insatisfecho. Niego con la cabeza y le susurro al oído: ¡el aburrimiento! Siente lástima de mí.
Alguien lanza durante la cena la pregunta de si el camino hacia el corazón pasa por los labios. Hay diversas opiniones y la discusión se anima. Mi madre defiende la opinión del camino que pasa por el corazón; Wilhelmine apoya convencida la opción de que pasa por los labios. Karl, que desde hace ocho días no hace otra cosa que cortar madera durante todo el día para calmar sus nervios, opina que el camino que lleva al corazón no pasa por los labios, sino por los oídos, y que a través de los labios no se llega al corazón sino al estómago. Wilhelmine quiere revelar lo de mi poema, pero no se atreve a hacerlo porque lo ha guardado en el escote. Mi madre opina que estamos en familia, pero mi adorada responde que está demasiado profundo. Al oír estas palabras Karl baja los ojos, ruborizado.
Después de la cena Karl y yo encendemos un gran fuego en la chimenea. Luego vamos a buscar la maleta de los trajes turcos (…) Al pasar por el patio vemos chispas que salen de la chimenea del salón. Karl dice que si se prende fuego en el tejado, no tendríamos ni siquiera agua para apagarlo, porque el estanque se ha helado. Lo tranquilizo: qué más daría que se incendiara el castillo entero; la gloria no dura eternamente.
Nos disfrazamos de turcos. Mi madre lleva un abrigo de terciopelo genovés con ribete dorado que le llega hasta los pies. Se pone a bailar, con un brío y una destreza incomparables, una zamacueca sobre la alfombra de Esmirna. Wilhelmine, Karl, los dos pequeños y yo nos sentamos a su alrededor sobre los cojines del sofá y bebemos café. Karl toca la armónica y yo lo acompaño con la guitarra. Gretchen y Elsa bailan después un pas de deux que ella les ha enseñado. Mi madre nos cuenta historias acerca de sus primeras experiencias en escena en San Francisco, en Valparaíso, de la vida en las haciendas y de su primer marido, que al final de cada concierto ya se había jugado lo que había recaudado. Solía contar que lo habían fusilado al menos tres veces (…) Tengo muchas ganas de conocerlo. De pronto Gretchen descubre con su certera mirada una mancha roja en mi cuello. Hago un supremo esfuerzo por reprimir una carcajada. Al acompañara a Wilhelmine por la cuesta del castillo, intento convencerla dando toda clase de rodeos de que ella no es la única mujer sobre la tierra, sino solamente una representante de su género, y que eso es precisamente lo que me resulta interesante, considerarla en primer lugar en su calidad de tipo humano y, después, como individuo. Los seres humanos creen con tanta frecuencia que son únicos, también los hombres, cuando padecen enfermedades imaginarias. Si tuvieran en cuenta que lo que les pasa le sucede a casi todo el mundo, se curarían inmediatamente.
19 febrero 1888
De regreso hacia casa sueño con casarme con el precioso animalito [una pretendiente de quince años] cuando antes, con enseñarle el mundo, hacer viajes y correr aventuras, y con convertir nuestro castillo en un maravilloso Buen Retiro. Sueño que el honorable Presidente del Tribunal es mi suegro, que Elisabeth es mi mujer, una madre, una matrona a mi lado rodeada de un tropel de niños y de nietos saludables.
1 marzo 1888
Si yo fuera pintor, hoy mismo me casaría con ella [con Wilhelmine]. Para el escritor el matrimonio es la perdición. Si alguna vez llegara a casarme por amor, si me reconciliara con el mundo, sería como aceptar que me enterraran en vida. Wilhelmine aspira a poder amar intensamente alguna vez, pero no ahora, más tarde, tan tarde como sea posible. Afirma que, incluso si yo quisiera casarme ahora mismo, no aceptaría.
9 marzo 1888
Wilhelmine (…) me pide que le diga sinceramente qué es lo que significa para mí. “¿Para qué quieres saberlo?”, le respondo. (…) Me contesta que se sentiría más libre si tuviera una certeza. Le digo “supongamos que sólo eres un juguete”. Se pone a mirar al infinito: “Has sido un amable entretenimiento”. ¿Y quizá también un pozo de sabiduría, una especie de enciclopedia? Me dice que con ella he practicado la vivisección como lo hubiera hecho con un conejo amarrado. Pero ¿por qué darle más vueltas? Se siente más libre ahora.
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